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La imaginación atrofiada (II)

Para Miguel Ángel Campos, Francisco de Miranda «nos suministra un acabado inventario de los símbolos con que la cultura norteamericana emprenderá la construcción de su imperio», y de Los sertones opina:

la desquiciante invención ha ido proponiendo como representación de un conflicto más vasto, desbordando las particularidades geográficas, políticas y espirituales de su origen… América Latina es ese conflicto secular y Los Sertones la reproducción, el ejemplo más desesperante de una patología, de un morbo insuficientemente virulento como para provocar la muerte, y en cambio hecho a la medida para establecer la desesperación como hábito, la mortandad como reino poderoso.

¿Pero no era de ese conflicto secular de lo que se quería hablar desde el principio? La pasión literaria de Campos le sugirió que para el tema no bastaba reiterar los análisis de Colón a nuestros días; lo indujo a buscar figuras poseedoras de una amplia cultura, de un enfoque inusual, y del temperamento y destino de lo americano, representados en pocos rasgos circunstanciales.

Lo halló en Miranda, espíritu aristocrático y aventurero, que no temió permanecer en un carruaje que atravesaba una frágil capa de hielo, que durmió en él después de casi rodar por un abismo, que protagonizó memorables hazañas guerreras en diversos lugares del planeta, que intrigó hábilmente en Europa para ser ingenua víctima de intrigas en América, y cuyo fin solitario simboliza más de una vida en nuestras tierras.

Lo halló en da Cunha, ilustrado, tal vez sagaz en política, lejano participante de un extraño enfrentamiento militar en una perdida región del Brasil, repetidamente engañado por su esposa, y que en una discusión que tal vez resumía otras, fue muerto por el amante.

Gracias a la vida y a las reverberantes observaciones de Miranda y da Cunha, Miguel Campos discurre sobre Melville, Twain y Whitman; sobre Murena, Lezama Lima y García Márquez; sobre la evolución de la literatura norteamericana y latinoamericana, sobre la desmesura y monstruosidad de nuestra historia social y cultural.

He abominado, puede que injustamente, de los comentarios que parece exigir la solapa o portada de un libro, y, de manera indirecta, censurado una práctica probablemente salvadora. Para explicar su eficacia y atenuar la condena, releo la nota crítica sobre La imaginación atrofiada: «Situados en justo equilibrio entre el rigo investigativo y la exploración de la palabra, estos ensayos se estructuran con base en la relación del universo de lo colectivo con la mirada personal de autores como Twain, Melville, Murena…» De lo último he expuesto mi parecer. La primera parte del juicio redime la nota. Del rigor investigativo de Campos dan verosímil apariencias las notas bibliográficas; de su exploración personal de la palabra, de su cuidado en los pormenores verbales, dan testimonio esta glosa de Los Sertones:

En los días finales de la campaña de Canudos, los soldados ya no ven hombres. El enemigo es astuto, extraviado, pero previsible por analogía, se ha disuelto para dar paso a un entidad informe, ya no es el jagunco capaz de razonar una estrategia cargando el trabuco en su inaudito desamparo tecnológico, ahora es una presencia definitivamente confundida con el chaparral de la caatinga, volatilizado y acechando en el medio ambiente mismo; es preciso batir el monte, descargar en el aire, aplastar cualquier piedra, exprimir el paisaje primitivo para librarlo de la presencia que lo inficiona.

* Notas relacionadas: La imaginación atrofiada (I).

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